La emocionante historia de una madre que tuvo dos hijos con síndrome de Down: “Son un regalo de Dios”

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Su preocupación no fue el síndrome de Down, sino que sus hijos estuvieran sanos. Una vez que se lo confirmaron, decidieron emplearse a fondo, sin dramas, para que tuvieran una vida plena y feliz.








Muchas familias se vendrían abajo con un diagnóstico como el que recibieron Mariana y José Luis. Y a falta de una, lo escucharon dos veces. Pero ellos, lejos de derrumbarse, solo pensaban en que habían conseguido lo que siempre habían querido: ser padres. Ella es gallega, de Ferrol, y aunque nunca ha vivido en Galicia, es el único sitio al que regresa todos los años. Conoció a José Luis en Sevilla de casualidad, se casaron y se fueron a Bruselas con muchas ganas de formar una familia numerosa.

La buena nueva «tardó un poco», pero tres años después se quedó embarazada de Mariana. En la ecografía de la semana veinte le detectaron que un ventrículo del cerebro era más grande de lo normal, y a partir de ahí estuvo más vigilada. «Me dijeron que podía estar asociado a algo, pero que en el 99 % de los casos se corrige solo», señala. Le recomendaron someterse a una amniocentesis para ver si había algo más, y en ese caso, abortar. «Yo siempre he tenido muy claro que no iba a interrumpir de ninguna manera mis embarazos», señala. Una segunda ecografía, que duró dos horas, confirmó el diagnóstico, aunque no había ningún otro marcador que hiciera pensar en algún tipo de alteración cromosómica, como es el síndrome de Down.

Afortunadamente, en la semana 32 la ventriculomegalia se corrigió, y fue un embarazo «normal» en la recta final. «El parto fue muy bien, todo normal. Cuando me la pusieron encima, le vi los ojos así rasgaditos y le dije a mi marido: “Es de mi familia”. La niña es clavadita a su padre, no tiene nada que ver conmigo, pero yo tengo una hermana a la que llamamos China, y yo: “¡Ay, mira qué chinita es!”. En ese momento no me planteé nada más, no le vi nada. Yo tuve un pequeño desmayo por el esfuerzo, mi marido se fue detrás de la niña porque había nacido un poquito morada, le hacía falta un pelín de oxígeno, fui a recuperarme y al volver le dije: “¿Te ha dado mucha impresión el parto? Estás muy pálido…”», relata Mariana, que confiesa que en ese momento los médicos ya le habían comentado a José Luis sus fuertes sospechas de que la niña tenía síndrome de Down. Luego se lo comunicaron a ella. «Fue un regalo cómo nos lo contaron, porque conozco a mucha gente que se lo dijeron casi dándoles el pésame, y eso afecta directamente a cómo tú te lo tomas».

Si te dicen, como a ellos, es una discapacidad, va a implicar más esfuerzo, pero no es nada malo, lo importante es que está bien de salud, va a hablar, va a andar, os va a dar muchísima felicidad, como cualquier otro hijo… la cosa cambia. «Nuestro foco no fue tanto el síndrome de Down, sino que nos dijeran que estaba bien, porque a veces suele traer asociadas otras enfermedades». «Aun así —confiesa— fue un palo. No tenía ni idea de lo que era, ni antecedentes ni nada… Recuerdo levantarme durante la primera noche y ver a mi marido buscando información sobre lo que iba a implicar en su vida y en la nuestra».

«MI ÚNICA VOCACIÓN»

Poco a poco, también con la ayuda de fundaciones y asociaciones, se convencieron de que «simplemente iba a tener un desarrollo mucho más lento», y que si lo hacían bien, con una buena estimulación, el día de mañana podría llevar una vida autónoma e independiente. «Hay que perder el miedo a lo desconocido porque ahí puedes encontrar la felicidad», una frase que Mariana repite mucho, cobró especial relevancia en esos momentos. «Teníamos lo que queríamos. Es la única vocación que yo he tenido clara en mi vida. Tuvimos la suerte de que nunca sentimos rechazo, porque hay gente que pasa por un duelo. Yo cogí a mi hija por primera vez y para mí fue lo mejor que había hecho en mi vida». A los cinco días estaban con la pequeña completamente sana en casa. Buscaron información en la asociación Down de Madrid —posteriormente en la de Zaragoza, adonde se mudaron—, y los pusieron en contacto con la madre de una chica de 30 años que había terminado el colegio, un grado, que estaba trabajando en una empresa, con su sueldo… y todo esto les dio un poco de luz. «Gente que te dice: “He pasado por lo que tú has pasado, y soy superfeliz. De repente vas a abrir los ojos y vas a ver lo que tienes delante, que es maravilloso”». En Zaragoza no solo comenzaron una vida nueva, también con terapias de estimulación, y año y medio después decidieron ampliar la familia, algo que siempre habían tenido en mente, pero que dadas las circunstancias, podía ser el mejor estímulo para Mariana.

El embarazo de Jaime fue buenísimo. Tanto las ecografías como los análisis eran perfectos. Si bien el triple screening (la prueba que detecta un posible síndrome de Down) con Mariana había salido acorde a la edad de la madre, normal, con Jaime no se lo hizo porque al tener otro hijo con esa alteración la probabilidad, por estadística, iba a ser elevada. «Cuando fui a la ecografía de la semana 12 iba con mi marido y con Mariana, y la doctora al verla, me repitió cinco veces: “¿Sabes que te puedes hacer la amniocentesis?” Y yo: “Que sí, que sí, pero que no me la quiero hacer”, y a la quinta vez le dije: “Mira, no te preocupes que ya sé que pueden pasar muchas cosas y si tuviese otro hijo con Down sé que no va a ser culpa tuya”».

REPLANTEAR EL FUTURO

Sintió el apoyo de su ginecólogo que le dijo que con 30 años, siendo una trisomía libre lo de Mariana (aleatorio), y sin ninguna alteración clínica, no había ninguna necesidad de someterse a esta prueba, porque conlleva ciertos riesgos. «No me hice nada, y eso que ya existía el test no invasivo en sangre, estaba tranquilísima. La gente me pregunta: “¿Nunca pensaste en que el segundo igual tenía Down?” La verdad es que no».

Su marido estaba en África por trabajo y se vino a Ferrol a pasar la recta final. Dio a luz en A Coruña. «Fue todo muy bien, cuando vi al niño pensé: “Este tiene la cara de su hermana”. Les pregunté a las matronas si podía venir el pediatra y me dijeron: “¿Qué pasa? ¿Pero si el niño está estupendamente?”. Y yo: “Sí, sí, está estupendamente, pero creo que pasa esto”. Se quedaron… Y yo: “Es que ya tengo una niña con Down y lo veo igual que ella”. “¡Qué va!”, me dijeron. Cuando llegó el pediatra me dijo: “Bueno, podría ser… ya sabes que hay grados”, y lo primero que te dicen cuando tienes un hijo con Down es que no hay grados», señala Mariana, que ya en la habitación compartió con sus padres su pálpito. Con su marido no se atrevió en una primera llamada, pero a la segunda no le quedó más remedio. Sin embargo, él ya lo había intuido cuando vio al niño a través del móvil.

A pesar de las dudas de los pediatras, ya que el niño no tenía los rasgos muy marcados y tenía buen tono muscular, había otras cosas que apuntaban al sí, así que decidieron realizarle un análisis de cariotipo, una prueba genética, que lo confirmó. Mariana confiesa que su gran suerte fue no tenerle miedo al diagnóstico. «La sorpresa inicial que habíamos sentido con Mariana, de cómo lo enfrentamos, qué va a pasar… no lo teníamos, porque habíamos visto que era una niña superfeliz, que nos daba mucha felicidad, que nuestra familia era maravillosa, y que no podíamos pedir más. Solo pedíamos que estuviera sano, algo que nos confirmaron a los dos días», señala.

Sin embargo, con Mariana y Jaime ya en casa se replantearon el futuro. Si bien habían pensado que los hijos que vinieran podrían ser el gran estímulo de su primogénita, su gran apoyo, los que la podrían cuidar si hiciera falta, ese esquema saltó por los aires. «Nos dimos cuenta de algo mucho mejor, que iban a tener una relación de iguales, ninguno iba a tener un peso con el otro ni tomárselo como una responsabilidad extra…». A día de hoy son dos hermanos que lo mismo se adoran y juegan juntos que se pelean. El día de mañana sus preocupaciones serán más o menos las mismas. «Lo que tiene el uno con el otro es un regalo».

UNA ENFERMEDAD GRAVE

Si con Mariana ya habían visto que un hijo con síndrome de Down era más trabajo y entrega, esta situación se multiplicó por dos. «Fuimos conscientes de que íbamos a tener más trabajo del que nos habíamos planteado. Hablábamos de tener cuatro o cinco hijos y no pretendemos llegar a tanto». «No hay mucho más que plantearse, tienes a tu hijo y punto, solo hay que mirar hacia delante. No te puedes parar y eso te ayuda a no preocuparte, algo que al principio sí que hacía más, pero me di cuenta que de nada sirve. Tienes que ocuparte del presente para que el futuro sea bueno».

A los seis meses de nacer Jaime vivieron un momento complicado. El niño empezó a hacer cosas raras (lloraba mucho, no comía, tenía espasmos) y al poco les confirmaron que tenía el síndrome de West, una enfermedad rara, un tipo de epilepsia infantil. Enseguida lo ingresaron y empezaron con un tratamiento de choque porque «era algo muy grave». «Nos dijeron que había que ir viendo cómo respondía al tratamiento, porque hay niños que no llegan a andar o hablar». «Fue una lección tremenda para nosotros. Estábamos felices con el síndrome de Down, no teníamos ningún problema, dos niños guapísimos… y de pronto nos dimos cuenta de lo que era el sufrimiento», señala. Esto supuso una involución tremenda en un niño que tenía un desarrollo excelente a nivel motor. «Con 6 meses se convirtió en un bebé de dos o de uno. Dejó de hacer todo lo que habíamos conseguido, no se movía, no interactuaba, no era capaz de comer bien con cuchara. Ahí no sabes qué va a pasar después, si va a recuperar o no…». El tratamiento fue eficaz y al tercer día los síntomas remitieron para siempre.

Hoy viven en Sevilla y llevan un día a día como cualquier familia ,«pero de terapia en terapia». «Un niño de infantil llega a su casa y se pone a jugar, y nosotros tenemos que estar detrás para repasar los números, las letras… Estamos un poco agotados, pero estoy muy orgullosa de mi familia, no la cambiaría por nada. Es lo mejor que tengo, yo les he enseñado las cosas prácticas, pero ellos me han dado lecciones desde pequeños. Son niños que tienen responsabilidades desde que tienen un mes de vida, están acostumbrados al esfuerzo y a la superación», resume Mariana, que de momento no se plantea un tercero.

Aunque el suyo es un caso llamativo, porque son dos síndrome de Down en unos padres relativamente jóvenes (menores de 30 años), los médicos y la ciencia poco les pueden aportar al respecto. «Oficialmente es que nos ha tocado dos veces la lotería, nos dicen que podríamos tener más hijos con síndrome de Down, o no», señala Mariana, que le resta importancia a cómo lo han encajado. «No tenemos ningún mérito, simplemente ha tocado así. Tenemos la suerte de tener un carácter que nos lleva a decir: ‘Son nuestros hijos, son lo que más queremos en el mundo, vamos a darlo todo por ellos. A lo mejor es que somos muy simplones, pero a veces darle tantas vueltas no te lleva a ningún lado. La suerte que tenemos es que mis hijos ya han nacido con un diagnóstico. Me parece más duro de encajar tener un hijo y que a los 3 años tenga un accidente y desarrolle una discapacidad equis. Eso es un palo», reflexiona. Sin pretender soltar un speech, asegura que la vida es un regalo, que «hay que disfrutar». «Me considero una privilegiada para poder ser feliz, no serlo por el hecho de tener dos hijos con síndrome de Down sería de idiota. ¿Qué mas da? Van a ir más despacio, se van a encontrar más trabas, sí, pero yo estaré aquí para luchar con ellos, y por ellos, y enseñarle a la gente que mis hijos pueden aportar muchísimo a la sociedad. Y no nos cansaremos de decirlo hasta que la gente lo entienda».
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