Las contradicciones de Cristina
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La ex legisladora Vilma Ibarra acaba de publicar un largo examen de las posiciones públicas de Cristina Kirchner a lo largo de más de veinte años. La imagen que surge de la Presidenta al cabo de esa revisión es la contraria de la que ella se empeña en ofrecer.
Uno de los rasgos que el kirchnerismo predica con más frecuencia de sí mismo es la disposición a defender ideas más allá de modas o presiones. Esa caracterización llega desde el discurso inaugural de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003, hasta ahora. "No voy a dejar mis convicciones en la escalinata de la Casa de Gobierno". Casi un eslogan. Su esposa, la Presidenta, reclama a diario que le reconozcan esa virtud. La vida pública parece ser, para ella, un acto de coherencia.
Este autorretrato ha sido dañado de modo irreparable. La ex legisladora Vilma Ibarra acaba de publicar un largo examen de las posiciones públicas de Cristina Kirchner a lo largo de más de veinte años. Lo tituló Cristina versus Cristina. El ocaso del relato. La imagen que surge de la Presidenta al cabo de esa revisión es la contraria de la que ella se empeña en ofrecer.
En ocasiones, Cristina Kirchner aparece como una figura zigzagueante, capaz de cambiar de criterio una y otra vez sobre cuestiones estratégicas. Por momentos llega al extremo de la disociación. Pero hay instancias en las que esa liviandad bordea la mitomanía.
Ibarra pone al lector frente a un personaje que es capaz de fabular situaciones para embellecer su pasado frente a la audiencia.
Uno de los méritos de Cristina versus Cristina es la exhaustividad. La autora recorre las presentaciones públicas de su personaje, desde los primeros alegatos en el recinto del Senado hasta los discursos pronunciados como presidenta, pasando por exposiciones en las comisiones del Congreso, declaraciones ante la prensa o intervenciones en la Asamblea Constituyente de 1994. Ibarra se limita al rol de notario que consigna las palabras de otro con pocas acotaciones. Esa sobriedad deja a Cristina Kirchner más expuesta en sus dobleces, incongruencias y tergiversaciones.
El escáner que Ibarra pasa sobre los textos de la Presidenta revela mucho más que las fluctuaciones de un dirigente. Ilumina peculiaridades de un grupo, el kirchnerismo, al que la autora perteneció. Pero también desnuda una característica que signa a toda la esfera pública en estos tiempos: el desencuentro entre política y verdad.
Uno de los campos en los que con mayor claridad aparece esa fisura es la economía. El oficialismo se define por oposición con las políticas dominantes en la década del 90. Hace diez días, al homenajear a su esposo como ex secretario de la Unasur, la Presidenta volvió a maldecir "la pesadilla neoliberal que arrastró a nuestros pueblos a la exclusión y la pobreza". Desde que la convertibilidad entró en crisis, en 2001, esa condena ha sido tan sistemática que fuerza a ver a los Kirchner como opositores implacables a las decisiones de Carlos Menem y Domingo Cavallo.
Ibarra desmiente esa ilusión retrospectiva con citas sorprendentes. La Presidenta y su esposo no sólo aceptaron "la pesadilla neoliberal", sino que la defendieron levantando el índice contra quienes no se plegaban a ella. Es lógico. Cambiaron de ideas, pero no de estilo. Por ejemplo, en la Constituyente de Santa Fe, Cristina Kirchner reivindicó en estos términos el ajuste de la administración menemista, a la que se refería como su propia administración: "Cuando recibimos el gobierno en 1989 éramos un país fragmentado, al borde de la disolución social, sin moneda y con un Estado sobredimensionado que como un Dios griego se comía a sus propios hijos. Entonces hubo que abordar una tarea muy difícil: reformular el Estado, reformarlo; reconstruir la economía; retornar a la credibilidad de los agentes económicos en cuanto a que era posible una Argentina diferente".
Es interesante advertir la ruptura entre los valores que se defienden en este párrafo y los que el oficialismo predicó durante los últimos 12 años. Pero esa contradicción vuelve todavía más visible una continuidad: como cuando describe la saga inaugurada en 2003, Cristina Kirchner narra un plan de salvación. Hubo un sujeto, "nosotros", que en 1989 liberó a la Argentina de la disolución hiperinflacionaria y, gracias al achicamiento del sector público, la volvió aceptable para el mercado. Y hay un "nosotros" que liberó a la Argentina de las garras del mercado, y la curó de las miserias del liberalismo. Ambos son el mismo "nosotros". Tal vez importe poco de qué y para qué salvó a la sociedad en cada caso. Lo relevante es la salvación en sí misma. Neoliberal o bolivariano, el kirchnerismo siempre fue mesiánico. Esa condición lo vuelve enfático. Y el énfasis resalta la incoherencia.
La apología de la "pesadilla neoliberal" incluía la privatización de YPF. La señora de Kirchner, que era diputada provincial, no se mostró indiferente a la operación. Además de alentarla, promovió esta declaración legislativa contra quienes impedían esa "solución": "Un conjunto de legisladores de la Cámara de Diputados de la Nación (...) vienen obstruyendo la posibilidad de que aquella ley de federalización de hidrocarburos y de privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales tenga siquiera su tratamiento en esa Cámara. Como se comprenderá, ninguna argucia reglamentaria puede retrasar las soluciones que nuestra provincia necesita".
La misma pasión ponía en 1996, ya como integrante del Congreso, para defender la convertibilidad. La desocupación había alcanzado el 18%. Pero ella, igual, decía: "Nosotros hacemos nuestro planteo apoyando la convertibilidad, el equilibrio fiscal y los sucesivos pactos fiscales. ¿Por qué razón? Porque sostuvimos y sostenemos que la convertibilidad no es, como algunos dicen, una cuestión de regla cambiaria. Es nada más ni nada menos que el compromiso del Estado de no financiarse a través de la emisión".
Doce años más tarde esta senadora, convertida en presidenta, hablaba en Mar del Plata del "exterminio de la convertibilidad". Es imposible determinar cuándo y por qué se produjo ese cambio de ideas. Sólo cabe pensar en oportunismo.
Hay cuestiones más delicadas en las que Cristina Kirchner muestra la misma inconsistencia. Por ejemplo, la defensa de los derechos humanos. En 2005, el bloque de diputados del gobierno de su esposo impugnó el derecho de Luis Patti a integrar la Cámara, por la acusación de haber cometido crímenes de lesa humanidad. En 1999, el PJ, con la Presidenta como integrante del bloque, se había pronunciado igual sobre Antonio Bussi. En ambos casos no había una sentencia condenatoria, pero los cargos eran verosímiles.
Sin embargo, en 2013, cuando promovió al general César Milani como nuevo jefe del Ejército, la señora de Kirchner olvidó aquella intransigencia frente a los delitos aberrantes. Milani, que está en la misma situación que Patti y Bussi, se beneficia con su misericordia. En consecuencia, una política que, por definición, debe ser universal, como la de derechos humanos, también tiene para ella la flexibilidad de un acordeón.
La sensibilidad de los Kirchner frente a la lucha por los derechos humanos es muy tardía. Apareció recién cuando llegaron al gobierno nacional. La demora parece perturbar a la Presidenta, que ha hecho esfuerzos por dotar de una genealogía remota a esa preocupación reciente. Vilma Ibarra detectó que, en ese empeño, fue capaz de inventar episodios en los que no participó. O en los que participó, pero sosteniendo la tesis contraria a la deseable.
En un discurso del 18 de junio de 2008, en pleno conflicto con el campo, Cristina Kirchner creyó recordar: "Me vieron también los argentinos sentada en mi banca de diputada, junto a ese gran socialista que fue Alfredo Bravo, reclamando la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final". Ibarra regresó a los diarios de sesiones del 24 de marzo de 1998, el momento al que la Presidenta hacía referencia. Descubrió que ese día se liquidó una discusión entre el PJ y un grupo de diputados de la Alianza referida a esas dos normas. La diputada Kirchner votó con su bloque, el del PJ, por la derogación, que era inocua, pero no por la nulidad. En otras palabras: votó al revés que "el gran socialista Alfredo Bravo", quien pretendía la declaración de nulidad, para que se pudieran reabrir los juicios por la represión clandestina.
El Indec es un testimonio muy elocuente de que para los Kirchner la correlación entre las palabras y las cosas es intrascendente. Pero Ibarra demuestra que ese menosprecio por la verdad puede llegar a aspectos de la vida pública que se suponían sagrados. En otro libro que también acaba de aparecer, Los platos rotos. Memoria y balance del Estado kirchnerista, Diego Cabot y Francisco Olivera reconstruyen las gestiones que se realizaron en 2003 para convertir a Néstor Kirchner, "un caudillo de provincia a quien no se le conocían antecedentes en la materia", en un líder internacional de los derechos humanos. Tampoco se le conocían declaraciones importantes. Cuando Cristina Kirchner elogiaba la administración de Menem, el riojano ya había dictado los indultos.
El matrimonio elaboró un pasado para sí y para su grupo. La maniobra no es inusual. En su excelente Elogio de Historia en tiempo de memoria, el historiador español Santos Juliá analiza la propensión de muchas corrientes políticas a intervenir en las disputas del presente a través de adulteraciones del pasado. Juliá cita una referencia de Slomo Sand al film Shoa, de Claude Lanzmann. "Cuando sustituimos la historia por el recuerdo personal estamos aportando un elemento de manipulación política que despeja el camino, consciente o inconscientemente, a un género nuevo de manipulación mitológica del pasado." En estos casos, la memoria, como percepción libre y subjetiva del pasado, aspira a sustituir a la historia, que, como dice Juliá, es "un saber crítico que está obligado a dar cuenta de todo y que puede ser nefasto para la construcción de identidades colectivas". También en el terreno institucional la trayectoria de Cristina Kirchner es la de un barrilete sin cola. Las idas y venidas con el Consejo de la Magistratura fueron escandalosas: aprobó una versión en 1997; la corrigió siendo senadora y primera dama en 2006, abreviando el número de miembros de tal manera que el Poder Ejecutivo tuviera más influencia, e intentó volver a reformarlo, ampliando el número de miembros, con la denominada "democratización" de la Justicia.
Con la Corte Suprema la Presidenta también tuvo increíbles marchas y contramarchas. Y, como está demostrando en estos días, las seguirá teniendo. Los cambios de posición quedan al desnudo en sus distintas valoraciones del Pacto de Olivos de 1993.
En 1997, durante aquella primera discusión sobre el Consejo, elogió el arreglo "porque se levantaba fundamentalmente la conceptualización del acuerdo político, no con connotaciones de pacto espurio sino, fundamentalmente, como un acuerdo entre partidos mayoritarios para abordar una situación política a institucional a la que nos había llevado el resultado de las elecciones de 1993".
En 2005, durante la campaña para la senaduría bonaerense, ese juicio positivo había cambiado. Ahora el acuerdo aparecía con una luz desagradable: "Y en ese antes en el que yo hablaba de pactos, los hubo para todos los gustos, aunque los protagonistas sean casi siempre los mismos. Pactos de perpetuación en el sillón de Rivadavia, no para seguir haciendo cosas, sino para seguir con el latrocinio".
Un año más tarde, en la segunda reforma del Consejo de la Magistratura, respondiendo a Ernesto Sanz, fue todavía más dura: "¿Sabe por qué por ahí me pongo vehemente cuando escucho hablar del fin de la República y de la calidad institucional? Porque pasaron estas cosas en mi país. ¡Se repartieron la Corte Suprema de Justicia de la Nación!".
La condena al pacto entre Alfonsín y Menem cobija todavía significados potenciales. El Gobierno pretende llevar a nueve el número de miembros de la Corte, lo que supone una nueva traición de Cristina Kirchner a sí misma, que fue quien lo redujo a cinco. La ampliación facilitaría un entendimiento con el grupo político que gane las elecciones de octubre, o con el peronismo disidente del Senado. En otras palabras: la Presidenta pretende, antes de abandonar el poder, "repartirse la Corte" con otro grupo político. En caso de que lo logre, tal vez vuelva a los términos de 1997 para describir el arreglo: "Una conceptualización de acuerdo político, no con connotaciones de pacto espurio".
Es llamativo que, en aquella tribuna de 2005, Cristina Kirchner hablara de que los que pactaron querían "continuar el latrocinio". Hace mucho tiempo que en sus presentaciones no hace referencia alguna a la corrupción. Es un contraste con la legisladora que creaba comisiones especiales para investigar inmoralidades. O la que, cuando se discutió la derogación de la ley de flexibilización laboral, la de las coimas del Senado, preguntó: "¿Saben qué está demandando la sociedad? Que, por favor, alguien vaya preso en este país, alguna vez, por los delitos que se denuncian, muchas veces profusamente desde los medios, pero que jamás llegan a ninguna conclusión...".
Las referencias negativas a la experiencia menemista son un parámetro muy eficaz para advertir la mutación del kirchnerismo. Bien entrados los años 90, Cristina Kirchner disentía en lo ético e institucional. Pero coincidía con la convertibilidad y, en general, la política económica. Desde hace algunos años, los motivos de la divergencia y del acuerdo se cruzaron. Hoy, el kirchnerismo repudia en Menem al líder de un experimento "neoliberal". Y olvida las deformaciones institucionales o los rasgos indecentes de su administración. Es comprensible. La Presidenta y su grupo no están en condiciones de impulsar una discusión sobre transparencia o calidad institucional.
Las incoherencias del kirchnerismo desmienten un prejuicio bastante generalizado. La presunción de que la escena está dominada por liderazgos basados en el culto de la imagen y el sometimiento a las encuestas. Mauricio Macri y Daniel Scioli serían los casos más exagerados de una forma de abordar la esfera pública rendida al marketing, que gira en un vacío conceptual.
Kirchner y, sobre todo, su esposa se postulan a sí mismos como ejemplares de otra especie. Ellos serían la expresión de una idea. Su comportamiento estaría basado en convicciones capaces de resistir los vientos de la circunstancia. El libro de Ibarra demuestra que esa autonomía es un simulacro. Que los conceptos y las consignas pueden ser coartadas para resolver ecuaciones de poder circunstanciales.
Es interesante, sin embargo, que esa impostura, siendo sistemática, sea tan difícil de detectar. Tal vez se deba a dos razones. La primera, que la audiencia a la que se dirige la palabra oficial está integrada por personas dispuestas a aceptar cualquier argumento. Ibarra sostiene que Cristina Kirchner consigue que le pasen por alto las contradicciones o mentiras porque quienes la escuchan están dispuestos, de antemano, a creer. Santiago Kovadloff lo expresa de otro modo al examinar la complacencia de los intelectuales oficialistas con las inconsistencias del mensaje del poder. "Para ellos, el Gobierno no tiene razón. Es la razón."
Sin embargo, existe un clima de época que favorece la aceptación del fraude verbal. Los políticos hablan para audiencias predispuestas a olvidar. Personas que no acostumbran a relacionar la actualidad con el pasado. Que viven en un presente eterno. No debe sorprender que el intercambio de mensajes quede desligado, entonces, de cualquier compromiso con la verdad. Y que la política, carente de arraigo conceptual, esté condenada todo el tiempo a defraudar.
Fuente: Carlos Pagni para La Nación.-
Uno de los rasgos que el kirchnerismo predica con más frecuencia de sí mismo es la disposición a defender ideas más allá de modas o presiones. Esa caracterización llega desde el discurso inaugural de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003, hasta ahora. "No voy a dejar mis convicciones en la escalinata de la Casa de Gobierno". Casi un eslogan. Su esposa, la Presidenta, reclama a diario que le reconozcan esa virtud. La vida pública parece ser, para ella, un acto de coherencia.
Este autorretrato ha sido dañado de modo irreparable. La ex legisladora Vilma Ibarra acaba de publicar un largo examen de las posiciones públicas de Cristina Kirchner a lo largo de más de veinte años. Lo tituló Cristina versus Cristina. El ocaso del relato. La imagen que surge de la Presidenta al cabo de esa revisión es la contraria de la que ella se empeña en ofrecer.
En ocasiones, Cristina Kirchner aparece como una figura zigzagueante, capaz de cambiar de criterio una y otra vez sobre cuestiones estratégicas. Por momentos llega al extremo de la disociación. Pero hay instancias en las que esa liviandad bordea la mitomanía.
Ibarra pone al lector frente a un personaje que es capaz de fabular situaciones para embellecer su pasado frente a la audiencia.
Uno de los méritos de Cristina versus Cristina es la exhaustividad. La autora recorre las presentaciones públicas de su personaje, desde los primeros alegatos en el recinto del Senado hasta los discursos pronunciados como presidenta, pasando por exposiciones en las comisiones del Congreso, declaraciones ante la prensa o intervenciones en la Asamblea Constituyente de 1994. Ibarra se limita al rol de notario que consigna las palabras de otro con pocas acotaciones. Esa sobriedad deja a Cristina Kirchner más expuesta en sus dobleces, incongruencias y tergiversaciones.
El escáner que Ibarra pasa sobre los textos de la Presidenta revela mucho más que las fluctuaciones de un dirigente. Ilumina peculiaridades de un grupo, el kirchnerismo, al que la autora perteneció. Pero también desnuda una característica que signa a toda la esfera pública en estos tiempos: el desencuentro entre política y verdad.
Uno de los campos en los que con mayor claridad aparece esa fisura es la economía. El oficialismo se define por oposición con las políticas dominantes en la década del 90. Hace diez días, al homenajear a su esposo como ex secretario de la Unasur, la Presidenta volvió a maldecir "la pesadilla neoliberal que arrastró a nuestros pueblos a la exclusión y la pobreza". Desde que la convertibilidad entró en crisis, en 2001, esa condena ha sido tan sistemática que fuerza a ver a los Kirchner como opositores implacables a las decisiones de Carlos Menem y Domingo Cavallo.
Ibarra desmiente esa ilusión retrospectiva con citas sorprendentes. La Presidenta y su esposo no sólo aceptaron "la pesadilla neoliberal", sino que la defendieron levantando el índice contra quienes no se plegaban a ella. Es lógico. Cambiaron de ideas, pero no de estilo. Por ejemplo, en la Constituyente de Santa Fe, Cristina Kirchner reivindicó en estos términos el ajuste de la administración menemista, a la que se refería como su propia administración: "Cuando recibimos el gobierno en 1989 éramos un país fragmentado, al borde de la disolución social, sin moneda y con un Estado sobredimensionado que como un Dios griego se comía a sus propios hijos. Entonces hubo que abordar una tarea muy difícil: reformular el Estado, reformarlo; reconstruir la economía; retornar a la credibilidad de los agentes económicos en cuanto a que era posible una Argentina diferente".
Es interesante advertir la ruptura entre los valores que se defienden en este párrafo y los que el oficialismo predicó durante los últimos 12 años. Pero esa contradicción vuelve todavía más visible una continuidad: como cuando describe la saga inaugurada en 2003, Cristina Kirchner narra un plan de salvación. Hubo un sujeto, "nosotros", que en 1989 liberó a la Argentina de la disolución hiperinflacionaria y, gracias al achicamiento del sector público, la volvió aceptable para el mercado. Y hay un "nosotros" que liberó a la Argentina de las garras del mercado, y la curó de las miserias del liberalismo. Ambos son el mismo "nosotros". Tal vez importe poco de qué y para qué salvó a la sociedad en cada caso. Lo relevante es la salvación en sí misma. Neoliberal o bolivariano, el kirchnerismo siempre fue mesiánico. Esa condición lo vuelve enfático. Y el énfasis resalta la incoherencia.
La apología de la "pesadilla neoliberal" incluía la privatización de YPF. La señora de Kirchner, que era diputada provincial, no se mostró indiferente a la operación. Además de alentarla, promovió esta declaración legislativa contra quienes impedían esa "solución": "Un conjunto de legisladores de la Cámara de Diputados de la Nación (...) vienen obstruyendo la posibilidad de que aquella ley de federalización de hidrocarburos y de privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales tenga siquiera su tratamiento en esa Cámara. Como se comprenderá, ninguna argucia reglamentaria puede retrasar las soluciones que nuestra provincia necesita".
La misma pasión ponía en 1996, ya como integrante del Congreso, para defender la convertibilidad. La desocupación había alcanzado el 18%. Pero ella, igual, decía: "Nosotros hacemos nuestro planteo apoyando la convertibilidad, el equilibrio fiscal y los sucesivos pactos fiscales. ¿Por qué razón? Porque sostuvimos y sostenemos que la convertibilidad no es, como algunos dicen, una cuestión de regla cambiaria. Es nada más ni nada menos que el compromiso del Estado de no financiarse a través de la emisión".
Doce años más tarde esta senadora, convertida en presidenta, hablaba en Mar del Plata del "exterminio de la convertibilidad". Es imposible determinar cuándo y por qué se produjo ese cambio de ideas. Sólo cabe pensar en oportunismo.
Hay cuestiones más delicadas en las que Cristina Kirchner muestra la misma inconsistencia. Por ejemplo, la defensa de los derechos humanos. En 2005, el bloque de diputados del gobierno de su esposo impugnó el derecho de Luis Patti a integrar la Cámara, por la acusación de haber cometido crímenes de lesa humanidad. En 1999, el PJ, con la Presidenta como integrante del bloque, se había pronunciado igual sobre Antonio Bussi. En ambos casos no había una sentencia condenatoria, pero los cargos eran verosímiles.
Sin embargo, en 2013, cuando promovió al general César Milani como nuevo jefe del Ejército, la señora de Kirchner olvidó aquella intransigencia frente a los delitos aberrantes. Milani, que está en la misma situación que Patti y Bussi, se beneficia con su misericordia. En consecuencia, una política que, por definición, debe ser universal, como la de derechos humanos, también tiene para ella la flexibilidad de un acordeón.
La sensibilidad de los Kirchner frente a la lucha por los derechos humanos es muy tardía. Apareció recién cuando llegaron al gobierno nacional. La demora parece perturbar a la Presidenta, que ha hecho esfuerzos por dotar de una genealogía remota a esa preocupación reciente. Vilma Ibarra detectó que, en ese empeño, fue capaz de inventar episodios en los que no participó. O en los que participó, pero sosteniendo la tesis contraria a la deseable.
En un discurso del 18 de junio de 2008, en pleno conflicto con el campo, Cristina Kirchner creyó recordar: "Me vieron también los argentinos sentada en mi banca de diputada, junto a ese gran socialista que fue Alfredo Bravo, reclamando la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final". Ibarra regresó a los diarios de sesiones del 24 de marzo de 1998, el momento al que la Presidenta hacía referencia. Descubrió que ese día se liquidó una discusión entre el PJ y un grupo de diputados de la Alianza referida a esas dos normas. La diputada Kirchner votó con su bloque, el del PJ, por la derogación, que era inocua, pero no por la nulidad. En otras palabras: votó al revés que "el gran socialista Alfredo Bravo", quien pretendía la declaración de nulidad, para que se pudieran reabrir los juicios por la represión clandestina.
El Indec es un testimonio muy elocuente de que para los Kirchner la correlación entre las palabras y las cosas es intrascendente. Pero Ibarra demuestra que ese menosprecio por la verdad puede llegar a aspectos de la vida pública que se suponían sagrados. En otro libro que también acaba de aparecer, Los platos rotos. Memoria y balance del Estado kirchnerista, Diego Cabot y Francisco Olivera reconstruyen las gestiones que se realizaron en 2003 para convertir a Néstor Kirchner, "un caudillo de provincia a quien no se le conocían antecedentes en la materia", en un líder internacional de los derechos humanos. Tampoco se le conocían declaraciones importantes. Cuando Cristina Kirchner elogiaba la administración de Menem, el riojano ya había dictado los indultos.
El matrimonio elaboró un pasado para sí y para su grupo. La maniobra no es inusual. En su excelente Elogio de Historia en tiempo de memoria, el historiador español Santos Juliá analiza la propensión de muchas corrientes políticas a intervenir en las disputas del presente a través de adulteraciones del pasado. Juliá cita una referencia de Slomo Sand al film Shoa, de Claude Lanzmann. "Cuando sustituimos la historia por el recuerdo personal estamos aportando un elemento de manipulación política que despeja el camino, consciente o inconscientemente, a un género nuevo de manipulación mitológica del pasado." En estos casos, la memoria, como percepción libre y subjetiva del pasado, aspira a sustituir a la historia, que, como dice Juliá, es "un saber crítico que está obligado a dar cuenta de todo y que puede ser nefasto para la construcción de identidades colectivas". También en el terreno institucional la trayectoria de Cristina Kirchner es la de un barrilete sin cola. Las idas y venidas con el Consejo de la Magistratura fueron escandalosas: aprobó una versión en 1997; la corrigió siendo senadora y primera dama en 2006, abreviando el número de miembros de tal manera que el Poder Ejecutivo tuviera más influencia, e intentó volver a reformarlo, ampliando el número de miembros, con la denominada "democratización" de la Justicia.
Con la Corte Suprema la Presidenta también tuvo increíbles marchas y contramarchas. Y, como está demostrando en estos días, las seguirá teniendo. Los cambios de posición quedan al desnudo en sus distintas valoraciones del Pacto de Olivos de 1993.
En 1997, durante aquella primera discusión sobre el Consejo, elogió el arreglo "porque se levantaba fundamentalmente la conceptualización del acuerdo político, no con connotaciones de pacto espurio sino, fundamentalmente, como un acuerdo entre partidos mayoritarios para abordar una situación política a institucional a la que nos había llevado el resultado de las elecciones de 1993".
En 2005, durante la campaña para la senaduría bonaerense, ese juicio positivo había cambiado. Ahora el acuerdo aparecía con una luz desagradable: "Y en ese antes en el que yo hablaba de pactos, los hubo para todos los gustos, aunque los protagonistas sean casi siempre los mismos. Pactos de perpetuación en el sillón de Rivadavia, no para seguir haciendo cosas, sino para seguir con el latrocinio".
Un año más tarde, en la segunda reforma del Consejo de la Magistratura, respondiendo a Ernesto Sanz, fue todavía más dura: "¿Sabe por qué por ahí me pongo vehemente cuando escucho hablar del fin de la República y de la calidad institucional? Porque pasaron estas cosas en mi país. ¡Se repartieron la Corte Suprema de Justicia de la Nación!".
La condena al pacto entre Alfonsín y Menem cobija todavía significados potenciales. El Gobierno pretende llevar a nueve el número de miembros de la Corte, lo que supone una nueva traición de Cristina Kirchner a sí misma, que fue quien lo redujo a cinco. La ampliación facilitaría un entendimiento con el grupo político que gane las elecciones de octubre, o con el peronismo disidente del Senado. En otras palabras: la Presidenta pretende, antes de abandonar el poder, "repartirse la Corte" con otro grupo político. En caso de que lo logre, tal vez vuelva a los términos de 1997 para describir el arreglo: "Una conceptualización de acuerdo político, no con connotaciones de pacto espurio".
Es llamativo que, en aquella tribuna de 2005, Cristina Kirchner hablara de que los que pactaron querían "continuar el latrocinio". Hace mucho tiempo que en sus presentaciones no hace referencia alguna a la corrupción. Es un contraste con la legisladora que creaba comisiones especiales para investigar inmoralidades. O la que, cuando se discutió la derogación de la ley de flexibilización laboral, la de las coimas del Senado, preguntó: "¿Saben qué está demandando la sociedad? Que, por favor, alguien vaya preso en este país, alguna vez, por los delitos que se denuncian, muchas veces profusamente desde los medios, pero que jamás llegan a ninguna conclusión...".
Las referencias negativas a la experiencia menemista son un parámetro muy eficaz para advertir la mutación del kirchnerismo. Bien entrados los años 90, Cristina Kirchner disentía en lo ético e institucional. Pero coincidía con la convertibilidad y, en general, la política económica. Desde hace algunos años, los motivos de la divergencia y del acuerdo se cruzaron. Hoy, el kirchnerismo repudia en Menem al líder de un experimento "neoliberal". Y olvida las deformaciones institucionales o los rasgos indecentes de su administración. Es comprensible. La Presidenta y su grupo no están en condiciones de impulsar una discusión sobre transparencia o calidad institucional.
Las incoherencias del kirchnerismo desmienten un prejuicio bastante generalizado. La presunción de que la escena está dominada por liderazgos basados en el culto de la imagen y el sometimiento a las encuestas. Mauricio Macri y Daniel Scioli serían los casos más exagerados de una forma de abordar la esfera pública rendida al marketing, que gira en un vacío conceptual.
Kirchner y, sobre todo, su esposa se postulan a sí mismos como ejemplares de otra especie. Ellos serían la expresión de una idea. Su comportamiento estaría basado en convicciones capaces de resistir los vientos de la circunstancia. El libro de Ibarra demuestra que esa autonomía es un simulacro. Que los conceptos y las consignas pueden ser coartadas para resolver ecuaciones de poder circunstanciales.
Es interesante, sin embargo, que esa impostura, siendo sistemática, sea tan difícil de detectar. Tal vez se deba a dos razones. La primera, que la audiencia a la que se dirige la palabra oficial está integrada por personas dispuestas a aceptar cualquier argumento. Ibarra sostiene que Cristina Kirchner consigue que le pasen por alto las contradicciones o mentiras porque quienes la escuchan están dispuestos, de antemano, a creer. Santiago Kovadloff lo expresa de otro modo al examinar la complacencia de los intelectuales oficialistas con las inconsistencias del mensaje del poder. "Para ellos, el Gobierno no tiene razón. Es la razón."
Sin embargo, existe un clima de época que favorece la aceptación del fraude verbal. Los políticos hablan para audiencias predispuestas a olvidar. Personas que no acostumbran a relacionar la actualidad con el pasado. Que viven en un presente eterno. No debe sorprender que el intercambio de mensajes quede desligado, entonces, de cualquier compromiso con la verdad. Y que la política, carente de arraigo conceptual, esté condenada todo el tiempo a defraudar.
Fuente: Carlos Pagni para La Nación.-
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