El bebé del MIL4GRO: tuvo un raro tipo de cáncer, lo operaron, logró salir adelante y hoy está en cuarto año de medicina

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Matías Melnik tiene 21 años y quiere ser cirujano, como los profesionales que lo salvaron a él.








Cuando el médico del Hospital Italiano les explicó lo que estaba pasando, Clara y Carlos Melnik, los padres de Matías, que entonces tenía apenas un año y medio, temieron lo peor. Derivados por una pediatra de Misiones, su provincia de origen, habían llegado a Buenos Aires para confirmar que era cáncer esa bolita que habían detectado cuando el bebé todavía no tenía un mes y crecía bajo su oreja derecha. Ya había alcanzado casi el tamaño de la mitad de la cabeza del bebé. Un tumor neuroectodérmico primitivo, un tipo poco frecuente, muy maligno. No había muchos antecedentes en el país y el pronóstico no era nada alentador.

Había que hacer quimioterapia, rayos y después operar. Era la única forma de salvarle la vida. Las secuelas no se podían dimensionar. Podía ser que aun así no lograran salvarlo o que quedaran lesiones a nivel neurológico. El tiempo iba a decir si el cáncer ya había afectado al cerebro.

Lo operaron unos meses después de ese diagnóstico demoledor. Los médicos creyeron que era un milagro cuando, después de trabajar por más de 16 horas en el quirófano, apenas pasó la anestesia, Matías ya respiraba por sus propios medios. Un día después abrió los ojos y le pidió leche a su mamá. Pero el verdadero milagro vino después, durante la recuperación y en los años siguientes. No solo logró salir adelante, sino que luego de atravesar varias cirugías estéticas durante la adolescencia, Matías decidió que quería devolverles a esos médicos que le salvaron la vida, la oportunidad que le habían dado.

Por eso, decidió estudiar medicina. “Quiero convertirme en cirujano, especializarme en estética reconstructiva, para darles a otros chicos que lo necesiten la oportunidad que los médicos me dieron a mí”, dice Matías, que ya está en cuarto año de la carrera de medicina en la Universidad de Posadas.

“Cuando los médicos me operaron, le dijeron a mis papás que entre las secuelas esperables podían estar la pérdida de memoria y la afectación de la capacidad cognitiva. Cada vez que estudio para un examen y logro avanzar en la carrera, me acuerdo de ese pronóstico y le agradezco a Dios el milagro”, cuenta Matías, vestido en un ambo gris, a punto de ingresar a una clase de la cátedra de anatomía, donde es ayudante.

Dónde quedarse durante el tratamiento y la internación era otro dilema. Corría 2004 y el padre de Matías, empleado bancario, tuvo que volver a Misiones. A Clara y a Matías los alojaron en la Casa Ronald McDonald, que recibe y acompaña desde hace 30 años a las familias de chicos con enfermedades que requieren un tratamiento de alta complejidad. “Fue lo mejor que nos pudo pasar. No estuvimos solos. No solo nos recibieron durante todo el tiempo: ahí nos encontramos con otras familias del interior del país que vivían cosas tan duras como nosotros. Y entre todos nos apoyamos”, recuerda la madre.

“Me marcó mucho ver la vocación de los médicos cuando me atendían. No me acuerdo de la operación, porque era muy chico (un año y diez meses), pero todo lo que viví en la adolescencia, cuando veía que los cirujanos se esforzaban tanto para darle a mi rostro el aspecto que había sido alterado por la enfermedad, yo solo pensaba que quería ser como ellos. Tan creativos, tan inteligentes, tan comprometidos con los pacientes. Eran como los de Grey’s Anatomy, la serie que yo miraba. Ahí decidí que quería ser uno de ellos”, relata. Tuvo que elegir.

En aquellos años, Matías jugaba al fútbol y había dado grandes pasos en el club de Misiones. Lo habían convocado a probarse en un club en Buenos Aires. “Entrenaba muchas horas por día. Pero a la hora de elegir, pensé que no era la vida que quería. Además, cada tres meses tenía que parar por completo la actividad para operarme, ya que las operaciones eran progresivas, a medida que iba creciendo”, detalla.

Las cirugías estéticas que se realizaba también en el Hospital Italiano comenzaron cuando tenía 11 y siguieron, de a varias por año, hasta los 18. “Cuando era chico, no me preocupaba mucho por el aspecto, sino por jugar y divertirme. No sufrí bullying, pero sí era incómodo cuando se me quedaban mirando y me preguntaban qué me había pasado. Mi mamá me había dicho que dijera que había tenido cáncer y que ya me había sanado. Y eso hacía”, rememora.

Al principio, Matías se oponía a las operaciones. “No me quería operar porque había visto en un documental que el bótox se hace con veneno. Pero a los 11, dije: ‘Me hago la cirugía, no sé si voy a llegar al resultado que yo esperaba, pero nos acercamos bastante’. Así, todos los años , hasta los 18. Cuando empecé el curso ingreso de la facultad, como estaba medio estresado, dije ‘No me opero’. Y fue justo, porque empezó la pandemia. Ahora no quiero seguir operándome. Siento que yo ya me acepté, este soy yo, esto es lo que me identifica. No quiero pretender tapar superficialmente mi esencia, lo que soy. Lo tomo como la marca que me dejó la vida. Que Dios existe, que los milagros existen”, expresa.

Clarita lo escucha hablar y se emociona. “Mati es un milagro. Siempre lo fue. Desde que nació, porque yo no podía quedar embarazada. Habíamos adoptado a Juan Ignacio y poco después quedé embarazada. Todo salió bien, hasta que poco antes de que cumpliera el mes, le encontré una bolita bajo la oreja derecha. Ahí empezamos a hacer estudios, ecografías, a visitar médicos, pero nadie sabía decirnos qué era”, cuenta. Mientras esa bolita crecía, lo mismo pasaba con el desconcierto de los padres y los médicos. Un día la pediatra le dijo “Hasta acá llegué” y le recomendó viajar a Buenos Aires. Los médicos crecían que se trataba de un hemangioma de carótida, que debía retroceder cuando cumpliera un año. Pero eso no ocurría.

Finalmente, Carlos y Clara dejaron al hijo mayor en la casa de la abuela, en Posadas, y viajaron al Hospital Italiano. La madre y Matías no pudieron volver por un año y dos meses. Allí se confirmó lo más temido: era cáncer, sin antecedentes de casos similares.

Cada vez que el padre viajaba a Buenos Aires, para ellos era una fiesta. Se olvidaban de las 14 sesiones de quimio y las 21 de rayos. Matías les pedía salir a recorrer la ciudad, ir a ver los aviones al Aeroparque o los autos al autódromo de la ciudad. “Nunca lo tomamos como una enfermedad, sino como un proceso que teníamos que pasar. No lo pasamos bien, porque nada era alentador. Sin embargo, si podíamos, salíamos a pasear. Íbamos a conocer la ciudad, era todo más llevadero. Si pensás que es cáncer, está todo mal. Nosotros nos planteamos que ésta era nuestra nueva realidad y que teníamos que pasar por el proceso”, cuenta.

Después de la operación, vino la recuperación asombrosa. Volver a la provincia, a la familia, empezar a hacer vida normal, después de tanto trajín. Matías empezó el colegio, a jugar al fútbol. Cada zancada que daba en los partidos que jugaba era la comprobación de que todo andaba bien. No había secuelas neurológicas. Avanzó hasta la secundaria a puros dieces en el boletín. “Cuando empecé el ingreso a la facultad, descubrí un mundo nuevo. Ya no alcanzaba estudiar un poco, había que dedicar muchas horas, quemarse las pestañas. Ahí aprendés que un siete vale como un diez y también tenés que aprender a desaprobar, a levantarte y volver a intentar. Al principio puede ser frustrante, pero después descubrís que esa es la única manera de llegar lejos: nunca dejar de intentar”, concluye.
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