Veladero, donde se derramó la verdad

San Juan
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El accidente en la mina de San Juan dejó en evidencia que, salvo las universidades públicas, que investigan sobre la contaminación, el Estado muchas veces es cómplice de empresas que dañan el ambiente.






Foto: Huadi

Una filtración. Un goteo informativo en forma de Whatsapp que recorrió el departamento de Jáchal el fin de semana del 13 de septiembre pasado. Hablaba de un caño roto, de una fuga de líquidos, de no tomar agua. Hablaba de la rotura de una cañería que conduce agua con cianuro de la mina de oro Veladero, en la cordillera sanjuanina. Hablaba de la contaminación de las aguas del río. Y los teléfonos, claro, ardieron. Porque lo imposible acababa de suceder. Lo que no pasaría, lo que no había entrado en la ecuación de quienes alguna vez generaron el andamiaje legal, primero, y autorizaron la instalación de una compañía minera sobre el periglaciar, después, eso que no iba a pasar acababa de ocurrir. El resto lo sabemos: los 15.000 litros de agua con cianuro derramada que luego se volvieron 224.000 y más tarde se convirtieron en 1.000.072 litros, como finalmente reconoció la empresa ante el juez.

Quizá de no haber actuado la Justicia jamás habríamos accedido a este último dato. La sensación es siempre la misma: llegamos tarde. Llegamos (como país, como ciudadanía) irremediablemente tarde a cuidar los bienes ambientales comunes. Llegamos cuando el bosque ya es un manchón humeante (932.109 hectáreas de bosque nativo, según datos oficiales, fueron eliminadas tras la sanción de la ley de bosques), cuando (como detalla Darío Aranda en su libro Tierra arrasada) en el agua del lago Los Barreales hay 50 veces más hidrocarburos que lo autorizado para hacer actividades acuáticas, cuando los pobladores de una localidad neuquina -según el laboratorio alemán Umweltschutz Nord- llevan 30 metales pesados en la sangre. Cuando ya no queda frente a nosotros más que pasivo ambiental. Una deuda incobrable y definitiva que jaquea un derecho clave, la salud, y pulveriza el artículo 41 de nuestra Constitución, según el cual "todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer a las generaciones futuras".

A partir de eso -y a juzgar por la endogamia entre empresa y autoridades, no sólo en San Juan, sino también en La Rioja, Chaco y cada provincia argentina-, el verdadero accidente en Veladero no fue un derrame de cianuro, sino un derrame de verdad. Porque lo sucedido en Jáchal no es sino un fotograma más dentro de una cinta de Moebius (repetida en Famatina, en Chilecito, en La Leonesa, en la inacabable geografía de lo injusto) y con un elenco estable: un Estado que cede encantado su sillón a la empresa de turno (no importa si una petrolera, una biotecnológica o una química), compañías duchas en oler la impunidad a kilómetros y, en el medio, la gente que mira y respira.

Lo curioso es que a menudo los que hace dos décadas cuestionaron "la venta de las joyas de la abuela" (ferrocarriles, hidrocarburos, telecomunicaciones) son los mismos que participan hoy de los beneficios de este nuevo avatar del Estado ausente: el Estado cómplice. Tenemos, pues, a una minera sobre el periglaciar (algo prohibido por el artículo 6 de la ley de glaciares), una petrolera escondida en la zona más frágil del Parque Nacional Calilegua, en Jujuy (algo prohibido por el artículo 5 de la ley 22.351) y un verdadero "derrame" de conflicto de intereses Estado adentro, donde quienes están a cargo de los controles a menudo fueron (o serán) empleados de esas mismas empresas a las que deberían controlar. Uno de los empleados públicos que controlan que la Barrick no afecte al glaciar, por caso, fue empleado de la compañía.

¿Qué clase de ciudadanía puede ejercerse en este contexto? Según Adriana Amado, investigadora de la Universidad Nacional de La Matanza y presidenta del Centro para la Información Ciudadana, "apenas una ciudadanía de baja intensidad, porque lo que evidencian estos episodios no es sólo el contubernio entre empresas y Estado, sino que el esperado «derrame de riqueza» ya no va a ocurrir. Y lo que quede será peor que lo que había al comienzo".

Jáchal, como metáfora, es el país que supimos conseguir: uno disciplinado a fuerza de amenazas y leyes escritas para que lo dañino se vuelva legal. Pero es también una promesa: miles de sanjuaninos salieron a las calles, como también salieron este martes los riojanos a protestar por la represión en el río Blanco.

Pero, sobre todo, porque estos episodios sirven para comprobar que hay áreas del Estado que todavía se atreven a poner un límite a la voracidad de las empresas en defensa de los ciudadanos. La universidad pública es una de ellas. Por eso, a la hora de pedir ayuda, los sanjuaninos acudieron a la Universidad de Cuyo (Uncuyo). Del mismo modo, la preocupación del pueblo cordobés Marcos Juárez por la salud de los vecinos recaló en la Universidad de Río Cuarto (UNRC). Y otro tanto sucedió con las universidades nacionales de Rosario, de Córdoba y de La Plata. Así, a los dos días del derrame en Jáchal, la Uncuyo encontró boro, cloruros y arsénico por encima de los límites aceptables en el agua del río. La UNRC, este año, detectó daño genético en niños ambientalmente expuestos a pesticidas. Y los investigadores del Espacio Multidisciplinario de Interacción Socioambiental (Emisa) de la Universidad de La Plata, convocados por una maestra rural, hallaron plaguicidas (atrazina, acetoclor, glifosato, clorpirifós) en el suelo y en el agua de la escuela 11 de San Antonio de Areco.

¿Qué significa todo esto? Dos cosas. La primera, que en tiempos de privatización de lo público por otras vías (no ya bajo el lema "ramal que para, ramal que cierra", sino por el mucho más seductor "tenemos una Patagonia", lanzado como un guiño a la empresa Monsanto por Cristina Kirchner en 2012 durante la presentación de un acuerdo con esa firma), el ejercicio pleno de la ciudadanía queda en suspenso: no se respetan derechos consagrados por la Constitución y cuando los vecinos reclaman se los reprime. La segunda, que aun cuando lo público parezca haber sido fagocitado por el interés de particulares, el Estado que alguna vez conocimos pervive convertido en casa de altos estudios. Ciencia pura y dura, comprometida con la verdad antes que con los negocios de la autoridad de turno.

No por casualidad en abril de este año Poliarquía reveló que la universidad es la instancia estatal que más confianza genera (73%), seguida por los maestros (56%) y, bastante más atrás, por la Justicia (25%). Eso es lo que las hace pasar de necesarias a imprescindibles. Porque son ellas, las universidades sostenidas con el dinero público, las que todavía se animan a investigar lo que nadie investiga, a decir lo que nadie dice, a escuchar a quienes nadie escucha.

Con las conclusiones de estos estudios realizados por universidades, la Argentina acaba de ser denunciada ante la OEA por la violación de la Convención de los Derechos del Niño en el caso de los chicos de pueblos fumigados. Otra vez, un derrame de verdad en medio del páramo, y por eso también el blanco de ataques furibundos. El gobernador Gioja, por caso, inició acciones contra la Uncuyo. Ninguna sorpresa: a días del derrame, el gobernador participaba en el Centro Argentino de Ingenieros de una charla auspiciada por Barrick Gold, mientras que la Comisión de Medio Ambiente del Senado de la Nación -que se había trasladado a sesionar a San Juan- no conseguía recinto oficial donde reunirse con los denunciantes y damnificados. Todo esto deja en claro cuán poco Estado (cuán pocos legisladores, cuán pocos jueces) hay ahí para hablar en nombre de nosotros, los que vamos a seguir aquí cuando el negocio se termine, las compañías se vayan y entendamos cabalmente qué es lo que hemos estado vendiendo todos estos años. Un país llave en mano. Con nosotros adentro.

 

Por Fernanda Sández para La Nación.-
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